viernes, 25 de octubre de 2019

Eterna


¡Hola a todos!

Hoy vengo con uno de mis trabajitos. Hace unos meses me decidí a mandar un relato a un concurso, solo para probar la experiencia. No seleccionaron mi relato, y aunque sabía que era muy difícil que pasara, una parte de mí creía que lo conseguiría.

Eh, pero no pasa nada. 

Escribir este relato me sirvió como paso para iniciarme en la escritura de forma seria, no solo como entretenimiento. Si no lo hubiera hecho probablemente hoy no estaría haciendo nada de esto.

Como no fue seleccionado, he decidido compartirlo porque no me parece correcto que no vea nunca la luz, no porque piense que es brillante sino por la historia que hay detrás.

Hace unos meses sufrí la pérdida de una persona importante para mí y aunque pasé sus últimos días con ella, se fue antes de lo esperado y no tuve la oportunidad de despedirme. El relato es un homenaje a lo que viví con ella, los años en los que la conocí. El concurso era por el Día Mundial del Alzheimer, y cuento su enfermedad a través de mis ojos.

Espero que al leerlo os llegue parte de ella al corazón como hizo conmigo. 😊🌟

Solía llamar a su puerta cada día a las 11 de la mañana y esperaba a que ella me abriera, aunque yo tenía las llaves de su casa. Me recibía con un gorro de lana color beige que ella misma tejió, con la bata y zapatillas de casa puestas todavía, siempre bajo una mirada maternal y protectora, pero al mismo tiempo dejándose cuidar.

Después de elegir cuidadosamente su ropa, salíamos a pasear por las calles de su barrio. Siempre saludaba a todo el mundo aunque no conocía a nadie, pero su perdición eran los niños. Nunca supe en qué momento lo hacía pero guardaba galletas en el bolso para dárselas a ellos, de los cuales disfrutaba viendo jugar y divertirse.

Tomábamos una taza de café en la misma cafetería cada día. Las camareras nos lo tenían preparado antes de que nos sentáramos, pero ella nunca se dio cuenta.

“¡Qué bueno! Está calentito.” susurraba después del primer sorbo, sonriendo complacida.

Luego paseábamos todo lo que sus fuerzas nos permitieran, sentándonos cada cierto tiempo a descansar, mirando las flores y a la gente pasar por la calle.

La vuelta a casa podía ser muy larga si ella marcaba el rumbo pero se sentía segura a mi lado porque yo le indicaba qué camino escoger cuando dudaba, y nunca nos perdimos.

Esta fue nuestra rutina durante dos años. Pero los últimos meses comenzó, de forma casi imperceptible, a alejarse de mí.

Un día quiso volver a la cafetería poco después de salir porque había olvidado que ya habíamos tomado el café. Otra vez no quiso hacer caso de mis indicaciones y la vuelta a casa se alargó varios minutos. En otra ocasión se enfadó conmigo porque no le dejé ir a dar de comer a los bueyes y me dijo que me marchara a casa.

Poco a poco el verde de sus ojos comenzó a tornarse gris, ya no brillaban de la misma manera. Nunca dejó de sonreír ni de cuidar a los más pequeños pero fue el día en el que me aseguró que ella tenía 32 años cuando supe que se estaba olvidado de quién era.

Los paseos se volvieron cortos, las horas que pasábamos en casa cada vez más caóticas al mismo tiempo que ella perdía su memoria más básica. Pero nunca dejó de sonreír.

Vivió los siguientes dos años rodeada de amigos y los mejores cuidados. Siempre con algo que hacer y alguien con quien hablar. Durante un tiempo dejó de olvidar pero también de recordar. Yo seguí visitándola casi cada día, jugábamos al bingo y a las cartas y nos divertíamos como al principio. Fue cuando tuve que alejarme de ella cuando comenzó a olvidarme. Mis visitas de una o dos horas acabaron durando diez minutos en los que intentaba recordarle quién era yo para ella. Ella sonreía y decía que no se acordaba de mí y luego me mandaba a la cocina a merendar. Así fue como decidí que era el momento de despedirme de ella.

Pasaron nueve meses cuando recibí la llamada que me hizo volver a su lado. Postrada en una cama de sábanas blancas había una niña que llamaba a su madre, pero tenía la misma cara que la mujer con la que compartí tantos paseos. Lo había olvidado todo… o eso creía. Me acerqué a ella y la llamé. Ella me miró y algo en su mirada me dijo que se sentía a salvo. Sonrió y me tendió la mano. No sabía quién era, pero me había reconocido.

Quise recuperar el tiempo perdido, le conté todo lo que había hecho en los últimos meses, le hablé de mi nuevo trabajo y de mi pareja, le conté que había estado en dos bodas ese año y le enseñé las fotos, hasta un día salimos a pasear al jardín, donde cogimos dos flores con las que adorné su pelo. Disfrutamos como hacía tiempo que no lo hacíamos juntas.

El día que supe que ya no tendría que volver me invadió un sentimiento de desamparo. Cuidé de ella durante cuatro años, pero ella me guió y me enseñó a disfrutar de las pequeñas cosas que nos rodean, las que permanecen en la memoria aun cuando se ha perdido todo lo demás. Me regaló carcajadas, alegría y optimismo. Me enseñó que los recuerdos pueden perderse, pero que un buen corazón nunca muere.


                                                                                                                        Viale


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